Hoy se cumplen 20 años de la caída del muro de Berlín. Se supone que
el aniversario no celebra la demolición de un muro sino la caída de todo
un sistema, el comunista, cuya teoría les sonará bonita a unos cuántos
pero cuya práctica no piensa lo mismo.
La historia, en clave logsiana, vendría a ser más o menos así:
El
8 de mayo de 1945 termina oficialmente la II Guerra Mundial. Alemania
se rinde incondicionalmente y, como le habían dado mucho para el pelo,
ni siquiera era capaz de mantenerse a sí misma. Los ganadores -USA, UK y
la URSS- decidieron repartirse el país en función de los pedacitos que
habían conseguido invadir. Como Francia esperaba que su grandeur siguiera como estaba (y De Gaulle sabía llorar muy bien, el jodío) también la incluyeron en el lote.
Pero claro, no puedes invitar a merendar a un mod, un rockabilly, un bakala techtonik y a un soviético [N del T: los rusos nos han legado muchas cosas útiles como el vodka o las matroshkas, pero no tribus urbanas]
sin que lluevan hostias. Así que en 1949 los primeros decidieron juntar
sus pedacitos y formar un país al que llamarían República Federal
Alemana (RFA). A los rusos no les hizo ninguna gracia y, como no querían
sentirse menos, no tardaron ni seis meses en montarse una réplica que
llamaron República Democrática Alemana (RDA) no sin cierto sentido
irónico del humor, por lo de 'democrática' más que nada.
Las
cosas habrían transcurrido de algún modo diferente de no haber un
pequeño inconveniente: no sólo se había troceado Alemania. Berlín
también había sido cuarteada siguiendo el mismo modelo: el oeste de la
ciudad era "propiedad" occidental (tres sectores inglés, francés y yankee) y el este soviético. Para ir de un sector a otro se necesitaba tener un salvoconducto o un pase. Cosa chunga
cuando tenías el salón en zona inglesa y la cocina en zona soviética.
Las tres zonas occidentales se unieron formando el Berlín Occidental,
que aunque se decía que era parte de la RFA en realidad era más un
minipaís que otra cosa.
Una vez montados los paripés de los países, pudieron ignorarse mutuamente mirándose de soslayo en plan 'mucho ojito conmigo, tío, que tengo armas nucleares hasta en el ojete'.
Al invento lo llamaron Guerra Fría porque por la época no había una
Leire Pajín que le diera un nombre más planetario y que molara.
Así,
en Berlín había barrios comunistas y barrios capitalistas. Al principio
las fronteras eran bastante de risas (un poco como las de Andorra, sin
Guardia Civil pero con tanques más pendientes de los tanques del otro
lado que de comprobar quién cruzaba) y los berlineses del este (y en
general gente del Bloque del Este) cruzaba a cascoporro como quien dice
que va a por tabaco y no vuelve. Se dice que de 1949 a 1961 cruzaron
unos 3 millones de personas. Ahí es nada. Lo raro es que quedara
alguien, visto lo visto.
Pero quedaba la gente suficiente para que los mandamases de la RDA dieran un puñetazo a la mesa y gritaran 'hasta aquí llegamos, camaradas'. Si
el paraíso socialista [la RDA era, de largo, el más mejor de todos] no
bastaba con retener a la gente, tal vez un "obstáculo" les ayudara a
pensárselo mejor.
El 13 de agosto de 1961 se cerró la
frontera a cal y canto. Nadie entra y nadie sale. Se bloquearon los
túneles del metro y todos los autobuses que cruzaban la frontera dejaron
de funcionar. Como resultaba complicado explicar que lo construían para
dejar de perder gente, se dijo que el muro era un muro de "protección
antifascista", aunque curiosamente las 'protecciones' estaban del lado
de la RDA, pero eso no eran más que futesas, minucias de un plano leído
al revés. Que hasta los eficientes alemanes meten el cuezo alguna vez.
De
ahí que, toda vez que el Muro de piedra y hormigón rodeaba
completamente la zona "capitalista", llegara un tal John Fitzgerald
Kennedy (JFK para los amigos del aeropuerto de Nueva York) en el 63 y
dijera "ich bin ein Berliner", que vendría a ser algo así como 'yo soy un dónut relleno de crema'.
Aquella revelación, claro, dejó al camarada Jrushov (Nikita para Elton
John) algo confuso, tal y como confesaría en su diario personal: 'yo siempre creí que en realidad era un panellet,
esto demuestra que no se puede confiar en los burgueses capitalistas.
Yo por mi parte prefiero seguir siendo una eficiente chapatita candeal'.
Así,
el mundo siguió girando unos cuantos años. La RDA ganaba medallas en
los Juegos gracias a sus travestis, se jugó un RDA-RFA en un Mundial de
fútbol y todos contentos, comunistas unos y capitalistas (o demócratas,
como se prefiera) los otros.
Pero
el invento no podía durar. Ya lo intuía Gorbachov (el tipo de la mancha
en la calva) cuando llegó al poder en el 85. Checoslovaquia se les
había sublevado unos años antes y Polonia tampoco parecía muy dispuesta a
seguir bailando el agua. Hungría se desangraba, Yugoslavia se agrietaba
y Rumanía tenía a los Ceaucescu, que no es poco.
Así las cosas, el bueno de Mijaíl se inventó la perestroika, que en cristiano vendría a significar 'vale, yo también quiero un Rólex'.
Empezaron entrando productos y divisas, pero al final acabó saliendo la
gente. Lo descubrieron unos campistas húngaros cuando se perdieron por
el bosque: andando, andando, llegaron a Viena y nadie les había dado el
alto. Era el verano de 1989 y la voz corrió como la pólvora. Como entre
los Países del Este no había controles en las fronteras, a nadie pareció
sorprenderle que de repente a muchos les apeteciera pasar unos días en
Hungría. Lo que pasa es que no se les volvía a ver el pelo, a los jodíos.
Y es que unos días antes Budapest había abierto sus fronteras con
Austria, sin restricciones pero también sin avisar. El Telón de Acero
tenía un boquete.
Poco después dimitía
Honecker, jerifalte de la RDA. Y tras él se fue todo el gabinete. Ya
nadie creía en el invento y no sabían cómo salir del atolladero. La URSS
no se ponía al teléfono ('¡soy una rica chapata candeal, soy una rica chapata candeal!') y la Stasi -el CNI versión chunga- ya no tenía a quién espiar. Estaban gordos y aburridos.
El 9
de noviembre de 1989, en una rueda de prensa rutinaria -y, por lo
tanto, obviamente retransmitida en directo para toda la RDA y de
visionado obligatorio- un tal Schwaboski, sudoroso y agobiado, sólo
pensaba en salir a tomarse una cerveza. Un periodista italiano le hizo
una pregunta acerca de un farragoso anuncio hecho público un par de días
antes acerca de no sé qué de las "restricciones que habían sido
suprimidas". Como no tenía especiales ganas de explayarse, Schwaboski
sacó un papel del bolsillo y leyó el siguiente comunicado: "los panellets, quiero decir, los berlineses del este pueden ir a comer dónuts rellenos de crema".
El periodista italiano, flipando un poco, preguntó que desde cuándo. Y
el bueno de Schwaboski, rascándose la cabeza porque no había leído el
papel entero -y la fecha no estaba hasta el final de la hoja- en lugar
de decir "a partir del 10 de noviembre" tal y como le venía indicado
dijo "en cuanto termine de decir esta frase... que no, que era broma, quiero decir inmediatamente". Luego se supo que le susurró a Gerhard Beil, que le tenía al lado, aquella mítica pregunta: '¿soy el único al que le ha entrado hambre?'.
El
resto es historia. El muro fue derribado al más puro estilo teutón (a
martillazos) y la RDA, el paraíso comunista, dejaba de existir. Dos años
después sería la mismísima URSS la que corriera la misma suerte. El
sistema comunista por antonomasia se desintegraba.
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