viernes, 23 de septiembre de 2011

El Imperio Otomano I: dando brea


 
Estamos en 1299, los profetas anuncian el fin del mundo como cada vez que se acerca un número redondo y un minúsculo botón en la inmensidad de un imperio decide que ellos son los más grandes, los más fuertes y los más chulos y se dedican al noble arte de invadir, saquear y esclavizar. El jefe de estos tipos se llamaba Otmán I, vamos, de los Otmán de toda la vida, y tan cabrón debió de ser que para recordar lo cabrón que era sus súbditos decidieron llamarse otomanos, de esos que pegan mucho con las manos.

¿De dónde salen estos tipos?
Aunque cabrones, lo que se dice cabrones de verdad, eran unos chinos que se habían cruzado Asia entera y parte de Europa a base de flechas. Tanto, que unos pobres diablos que vivían en la estepa tuvieron que arramblar con lo poco que pudieron entre tanta flechita de las narices y salir por patas hacia el oeste mientras, con el puño al aire, insultaban a esos chinos llamándoles cosas muy feas como "mongoles" y cosas así. Corrieron mucho, tanto que para cuando pararon ya habían llegado a Anatolia y estaban entre amigos, unos que se hacían llamar selyúcidas porque admiraban mucho a Seleuco y tenían pósters suyos por todas partes. No eran tan pringaos como los Beliebers, pero casi.
Los selyúcidas le dijeron a Ertogrül, el jefe de esos buenos corredores cagazas, que podían quedarse con ellos si estaban quietecitos y calladitos en un rincón y no molestaban a los mayores, que ya tenían bastante con los griegos (otra vez). Otmán, hijo de Ertogrül, dijo que su viejo podía repanchingarse en el sofá y tragarse todas las pelis carcas que quisiera, pero que él se iba de parranda con unos cuántos amigotes todas las noches. Volvía hecho un cristo siempre porque era un broncas, y además de los que querían recibir el primero, pero también se traía una fortaleza cristiana más o un pueblo turcomano más de recordatorio, por lo que a los selyúcidas les pareció que podían aprovecharse de él y utilizarle para darle de puñetes al personal, y aunque Otmán dijo que vale, que se lo pensaría y tal, puso como condición que todo lo que ganara se lo quedaba para él solito.
Así, del poblacho que les dieron para que el bueno de Ertogrül sembrara patatas, en mitad de la nada, para cuando Otmán estiró la pata por gota tenían tres ciudades gordas, el control del estrecho de Dardanelos y una fama de macarra tal que los suyos le dedicaban una oración todos los viernes, no fuera a enfadarse.
Pero si malote era Otmán, aún peores fueron su hijo Orhan y su nieto Murad. Éstos estaban como locos por tocar teta griega, que decían las tenían más grandes, y no se les ocurrió mejor idea que cruzar el estrecho, pasearse por Tracia y Macedonia y de paso quedarse con todo. Lógicamente, no sólo se quedaron con la chica, sino que además lo hicieron dos veces cada uno y con hijas de emperadores griegos. A la muerte de Murad, ya tenían un reino del mismo tamaño que España entera y el Califa de El Cairo, el pez gordo de los creyentes, le había visto cara de buen tipo y le permitió llamarse a sí mismo sultán (LOGSE: el amo del cotarro).

Insaciables ellos
Los otomanos, como veían que los europeos eran muy fáciles de matar, le cogieron afición. A base de ir dándole fuerte a la babucha y a la cimitarra se merendaron Serbia y Bulgaria primero y luego se fueron a por los selyúcidas, que ahora eran de los malos porque les debían dinero y se hacían los escandinavos, los muy agarraos. De ahí que de pronto se las vieran con que de Belgrado a Trebisonda y del Danubio a Rodas todos (ahí es nada) eran siervos de la Sublime Puerta (LOGSE: el capo, el sultán, el tipo con cientos de mujeres y algunas cuántas concubinas amigas con derechos más).
Así estaban las cosas cuando decidieron que ya era hora de darle una vuelta de tuerca al arte de meter miedo en el cuerpo. A un tipo sin amigos y enfadado con el mundo, que casualmente salía de farra con el sultán, se le ocurrió un plan maligno y en pleno pedo se lo contó a su coleguita, pensando que así se tiraría el pisto y podría entrarle a una de las concubinas del jefe, que estaba para matar una ballena a chancletazos. Pero resulta que al sultán la idea le pareció mucho mejor que la que él tenía (ir haciendo 'buh!' por la espalda de sus enemigos) y decidió ponerla en práctica de inmediato.
A partir de entonces, se estableció un impuesto especial en especies (devshirme) que consistía en entregarle al sultán a tu hijo desde que es pequeño para que fuera programado y entrenado para ser un Terminator. A ojo de nuestros días puede parecer algo así como incómodo y tal, pero resulta que para los padres era un honor y molaba porque, además de recibir un dineral, al chaval le hacían la prueba para el Real Madrid y a lo mejor llegaba a Primera y todo, o su equivalente medieval: estos niños, cuando les salía pelo en el pecho, formaban la mejor infantería de Oriente y además su mera presencia acojonaba a cualquiera. Eran los jenízaros.

Con éstos en el bolsillo y dispuestos a matar y morir por su sultán, los siguientes años fueron un paseo. Se cargaron a los serbios (batalla de Kosovo, 1389) e hicieron que éstos tuvieran su pérdida de Cuba desde entonces, acabaron con los albaneses y lo que quedaba de Bulgaria y, para rizar el rizo, en 1453 reventaron todas las listas de éxitos con un single que aún pega fuerte en las sesiones remember: ¡Toma Constantinopla! Ese temazo impuso una nueva era y la Edad Media acabó con los turcos con más hambre que nunca. Sí, los europeos decían no estar muy a gusto mirando a La Meca y protestaban bajito y refunfuñaban, pero nadie les hacía mucho caso y pasaban de ellos.

La Historia llega entonces a un punto culminante. Estamos ahora en 1462 y Mehmet II tenía su turbante puesto en un pequeño reino llamado Valaquia y cuyo rey era un tipo muy loco y de enormes bigotes al que le iba el rollo sado-gay pero en versión hardcore (por lo que nadie tenía lo que había que tener para reírse de él y mucho menos para desafiarle). Ese rey locaza se llamaba Vlad Tepes y se le conocía como El Empalador y también como Dracul, vamos, una joyita. Él solito frenó a los turcos unos cuántos años hasta que el rey de Hungría, el vecino de al lado, se hartó de tanta sangre y tantos empalamientos en las zonas comunes y que le afeaban el paisaje y lo apartó un rato hasta que entendió que ese gayer era lo mejor que tenía para alejar al turco de sus propias tierras. Otros vecinos, Moldavia y Bosnia, quisieron poner las mismas caras de loco que Drácula, pero como no tenían su carisma y sus bigotazos quedaron muy mal y se rindieron avergonzados. Pronto les seguiría el propio rey de Hungría.

En 1529 Solimán, hasta arriba de peyote, se creyó el amo del planeta y pensó que su poder era tan grande que sería capaz hasta de conquistar Viena. Se apostó con un colega que en un invierno estaría tomándose un café en sus palacios y allá que se fue a sitiarla por primera vez. Cuando le vino el bajón y vio el percal tuvo que admitir que se había tirado demasiado el pisto: había unos tipos vestidos de luces y con acento andaluz que no paraban de darle problemas y además había alemanes, y ya se sabe que los turcos y los alemanes sólo se llevan bien cuando conviven en Alemania y no era el caso. Solimán pasó de Viena ('bah, si en el fondo me da igual, es un zorrón y en realidad la que me mola es Bagdad') y se fue a conquistar Bagdad, para poder ver a tías en bolas bailando, y ya de paso quedarse con todo el Oriente islámico para él solito: La Meca, Medina, Jerusalén, Damasco... y el tío seguía creyendo que podía ligarse a unas cuantas más, por lo que decidió que, puestos a ser antiespañoles, qué mejor que aliarse con un francés. A Francisco I, rey de Francia, le encantó el rollo que tenía Solimán cuando se iba de juerga y aunque él era un poco más blandito, le seguía como un perrito faldero cuando iban a por tías, sobre todo cuando eran las que le molaban a Carlos V, que rabiaba porque no tenía tanta pasta para ir fardando y, envidioso, le dijo a su hijo Felipe eso tan famoso de 'a ese pintas de ahí le tienes que dar duro, prométemelo vivediós y votoatal'.
Dicho y hecho.

El hijo de Solimán, Selim II, salió rana. El tío prefería quedarse en casa los fines de semana jugando al WoW y trolleando foros en vez de ir en plan conquistador. Sólo se había ligado a Chipre y aún así iba diciendo por ahí que era mejor que su viejo. Felipe, que llamaban Segundo porque pinchaba siempre después que su padre, vio la oportunidad de vengarse por su viejo y se juntó con unos cuántos para darle una paliza a Selim, que como estaba gordo no podría correr mucho.
Era 1571 y Selim estaba dándose una vuelta por un garito llamado Lepanto, buscando cómics de Norma, cuando se encontró con la banda de Feli, que se llamaba Santa Liga porque con ellos ligaban hasta las más estrechas. Estaban con él el Papa, Venecia, Génova, Saboya y unos tipos de Malta. Selim iba con más gente y en teoría tenía las de ganar, pero no eran más que frikis y nada malotes, por lo que se llevaron la tunda de su vida y más, y el palo fue tan gordo que los turcos se acojonaron un poco, pero sólo un poco, y dejaron de invadir tanto.

http://www.esacademic.com/pictures/eswiki/73/ImperioOtomano1683.pngAunque, en realidad, ya habían invadido todo lo invadible y el Imperio Otomano había alcanzado su máxima extensión. El Mediterráneo oriental era suyo, el Mar Negro también, controlaba puntos clave como el golfo de Adén y el Pérsico y le invitaban a todos los saraos.
El problema era que Mehmet IV quería más. Como todo turco desde Solimán, tenían a Viena metida entre ceja y ceja y aunque la ponían a caldo siempre que podían, en el fondo estaban colados por ella y suspiraban y escribían poemas ñoños en las puertas de los baños, la acosaban a mails y no se ponía al messenger, por lo que decidieron que ya estaba bien y en 1683 150.000 turcos llegaron a las puertas con ganas de guerra.
El único problema es que Viena ya no era la chiquilla capital de un archiducado de nada, ahora era nada más y nada menos que la capital de un Imperio y se las daba de importante y creída en plan diva. Tampoco le bajaba los humos que el resto de Europa le bailara el agua y estuvieran dispuestos a ayudarla: al final Mehmet IV tampoco se la llevó al catre y ahí empezó su punto de inflexión.


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